La Orden del Temple
Se trata de una Orden célebre por su poder y riquezas así como por su final, una terminación bañada de sangre. Fueron sus miembros dueños de innumerables castillos, fortalezas, tierras y villas, favoritos de los reyes y temidos por éstos. Su establecimiento data del siglo XII, una época en que era costumbre entre los cristianos realizar una visita en peregrinación a Tierra Santa. Solían desembarcar en el puerto de Baifa y, desde dicho lugar efectuaban el camino por tierra hasta Jerusalén. Pero la ruta era muy insegura, plagada de bandidos y por esta causa la pérdida de la vida o la libertad eran, muy a menudo, el premio que los peregrinos obtenían por su acentuada fe. Por la época de referencia reinaba en Jerusalén como su soberano; el conde Balduino, hermano del conquistador de la ciudad Godofredo de Bouillón. En el año 1.118, nueve caballeros dirigidos por Hugo de Pays se presentaron ante el rey Balduino II, recién coronado, manifestando su deseo de asegurar la custodia de los peregrinos que iban a Jerusalén. El rey los aceptó cediéndoles, para vivir, una parte de su palacio situado en el emplazamiento del templo de Salomón. Ante el patriarca de Jerusalén, Gordond de Piquigny, efectuan los tres votos «pobreza, castidad y obediencia» y como ocupan el templo de Salomón, son llamados «los caballeros del Temple».
Ésta es la historia oficial de la creación de la Orden del Temple, adoptando la divisa: «nom nobis Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam» (Nada para nosotros, Señor, nada para nosotros, sino por la gloria de tu nombre). Desde el comienzo, la orden deja bien claro que se trata de una caballería militar y así reza en sus estatutos. «Siempre deberán aceptar el combate contra los herejes aunque estén en proporción de tres a uno». En cuanto a su obligaciones, entre otras, se dictan las siguientes: «Comerán carne tres veces por semana. Los días que no coman de ella, podrán comer tres platos» y en lo que se refiere al aspecto religioso, su obligación consiste en comulgar tres veces al año, oir misa tres veces por semana y hacer limosna tres veces por semana.
La Regla se la dio San Bernardo y su creación se llevó a efecto en el Concilio de Troyes, aprobada por el Papa Honorio II y confirmada por Eugenio III en el año 1.158. En el hábito, los templarios llevaron una cruz roja que conservaron hasta su extinción. Su bandera era blanca y negra, denotando el primer color la candidez y la confianza para los amigos y el segundo, la fiereza con que debían infundir el terror entre sus enemigos. En el año 1.130, los templarios ya constituían un verdadero Ejército y así lo hace constar San Bernardo cuando manifiesta: «Ha aparecido una nueva caballería en la tierra de la Encarnación. Es nueva y aún no ha sido probada en el mundo, en el que desarrolla un doble combate tanto contra sus adversarios de carne y de sangre, como contra el espíritu del mal. Y a los que combaten contra los vicios y los demonios, yo los llamo maravillosos y dignos de todas las alabanzas debidas a los religiosos». Pero el cuadro que San Bernardo hace de los templarios no está lleno que se diga de colores muy atrayentes: «Afeitan sus cabellos, jamás se les ve peinados, raramente lavados, la barba hirsuta, apestando a polvo, sucios a causa de sus arneses y el calor. Entre ellos los hay malvados, impíos, raptores, sacrílegos, homicidas, perjuros y adúlteros. En ello hay una doble ventaja. La partida de esa gente es una liberación para el país y Oriente se alegrará de su llegada a causa de los servicios que allá podrán realizar». Más de veinte veces, las milicias del Temple salvarán a Tierra Santa de la invasión de los sarracenos y seis de sus grandes maestres mueren en combate. En Oriente contribuyen al provecho de la acciones bélicas, pillaje incluido. Y en Occidente aumentan las donaciones hacia el Temple. Los grandes señores convierten al Temple en su heredero. Hasta el propio rey de Aragón quiere donar su reino a los templarios. El clero secular se opuso a ello, de no ser así se hubiera producido una curiosa experiencia. Un país entero dirigido por una caballería religiosa. En Oriente, la Orden es un ejército en combate; en Occidente, una organización monacal cuyos miembros están armados para la defensa.
El apoyo que San Bernardo dio a la Orden hizo que fuera favorecida por los señores feudales y que sus caballeros se extendieran por toda Europa y que en sus numerosos monasterios llegaran las generosas donaciones continuamente hasta el punto de convertir a la Orden del Temple en la comunidad más rica y poderosa de Occidente. En Francia tuvo su natural asiento sobrepasando en poder y riqueza a cuanto hasta entonces se había conocido, rivalizando sus grandes maestres con los reyes. Ciertamente, el Temple tuvo muchos amigos, pero tampoco le faltaron encarnizados adversarios. Guillermo de Nacy, dos años después de muerto San Bernardo, cuenta de la Orden hechos atroces, llega a acusar a sus miembros de sodomitas afirmando que uno de los ritos se basaba en el beso que el que pretendía entrar en la Orden debía propinar en el miembro viril del gran maestre. Eduardo de Vitry, en el siglo XIII dice de los templarios: «Educados en las delicias y vicios del Oriente, su orgullo no tiene límites. Yo lo sé y lo sé de buen origen que algunos sultanes han sido recibidos en la orden permitiendo que celebren sus ritos superticiosos y presten su adoración al falso profeta Mahoma». «Beber como un templario» era un dicho común en aquella época y en el siglo XV se aseguraba que casa de templario y casa de prostitución era la misma cosa pues la Orden mantenía burdeles abiertos para beneficiarse con los ingresos que obtenían de tal negocio.
En España, los reyes Alfonso «el Emperador» y Alfonso «el Batallador» en Castilla y Aragón respectivamente, protegieron a los templarios otorgando a la Orden cuantiosas dádivas y recompensas. Hubo un momento en que la orden del Temple sobrepujó a las Órdenes de Caballería, de Calatrava y Alcántara hasta el punto de que cuando los otros tenían un convento, los templarios poseían diez. Pero también es cierto que los caballeros del Temple participaban en todas las batallas contra los moros lo que ocasionó que los reyes, agradecidos por su inestimable ayuda, les fueran otorgando cada vez mayor número de villas, castillos, tierras y riquezas. Bajo tales auspicios, el número de individuos que componían la Orden aumentaba sin cesar siendo el gran maestre de la Orden el mayor señor de toda la Cristiandad, después del Papa, los emperadores y los reyes.
Su final se encuentra rodeado de la violencia, la sangre, la tortura y la muerte. Y uno de los acontecimientos más graves de la Edad Media es la disolución de la Orden por decisión del Papa, así como el proceso contra los principales caballeros del Temple, su prisión, y su tortura para obligarlos a confesar los atroces delitos de que fueron acusados. Su caída engendró una duda que aún hoy se mantiene. ¿Era la Orden del Temple culpable de los atroces delitos de que fue acusada o por el contrario todo se debió a una baja y rastrera política de Estado por parte del rey Felipe el Hermoso de Francia, o todo se debió a la envidia de dicho soberano hacia la Orden y su deseo de apoderarse de sus riquezas?.
Aquellos tiempos resultan algo difíciles de comprender hoy, con unos monarcas que no se detenían ante los medios más bajos y vituperables cuando se obstinaban en el logro de sus caprichos y la satisfacción de su inagotable sed de riquezas. Entonces, a la opinión pública no se la tenía en cuenta para nada, era como si no existiera y la justicia era burlada una y otra vez precisamente por aquellos que más obligación tenían de respetarla y hacerla cumplir.