Compañía de Jesús
Fundada por San Ignacio de Loyola el 27 de septiembre de 1.540, en Roma. La Compañía de Jesús, aunque aprobada por la Santa Sede en el año 1.540, tiene su origen remontándose a 1.534 y su primera aprobación, fue otorgada por el Papa Paulo III, en 1.539. Desde su principio su finalidad es la acción apostólica. Emiten los tres votos religiosos, simples y perpetuos, y el voto especial de los profesos al Romano Pontífice, en materia de misiones. La historia de la Compañía de Jesús se divide en dos grandes períodos separados por su extinción (1.773) y su posterior restauración (1.814). Apenas fundada su acción abarcó todos los campos de la vida religiosa, lo que la constituyó en el prototipo de la Contrarreforma.
San Francisco Javier en 1.541 abrió el campo misional asiático, al que siguieron el Congo (1.547) el Brasil (1.549) y progresivamente todo el Nuevo Mundo. El siglo XVI se cerró con el suplicio y muerte de los mártires de Nahasaki (1.597) y la firme actitud del prepósito general Acquaviva ante un intento de cambiar la finalidad de la congregación. El siglo XVII se inició con una primera expulsión, que se produjo en Venecia, en 1.606, y la penetración en China, conjuntamente con la creación de las reducciones del Paraguay. El origen de las reducciones jesuitas está, probablemente, en los experimentos realizados en la Misión de Juli donde llegó en el año 1.607 Diego de Torres como Provincial del Paraguay. Su crecimiento y número de población, fue muy rápido y la obra de los jesuitas logró, durante un siglo y medio, la pacificación y establecimiento de cerca de cien mil indios, organizados en comunidades agrarias. Los indios de estas reducciones estaban oficialmente incorporados a la Corona, representada por los jesuítas, independientes de cualquier otra autoridad colonial. Los indios no estaban sometidos a la encomienda, pero el trabajo era obligatorio, con horarios fijos que se alternaban con las prácticas religiosas. El régimen económico era comunitario y aunque el trabajo fue preferentemente agrícola, los jesuítas enseñaron a los indios diversos oficios, creando grandes empresas artesanales. La política jesuíta consistió en adaptarse a la sicología indígena y de ahí el éxito que tuvieron. Pero como la envidia es inherente al ser humano, pronto se alzaron voces, elevadas hasta la Corona española, denunciando que lo que pretendían los jesuítas era crear un imperio jesuítico, lo que contribuyó a la decisión real de suprimir la Compañía de Jesús. (1767-68). Tan funesta decisión, provocó la ruina económica de las reducciones, el progresivo empobrecimiento de los indios y, en resumidas cuentas, la total aniquilación de lo que había sido una obra perfecta.
Y esto sólo fue uno de los episodios de la tremenda campaña antijesuítica que se desató en Europa. Fueron expulsados de Portugal (1.761), Francia (1.764), España (1.767), Sicilia (1.765) y Parma (1.768) y la supresión por vía administrativa decretada por el Papa Clemente XIV en 1.773. La restauración, impulsada por José Pignateli, tomando como base los grupos de jesuítas que habían permanecido en la Rusia Blanca, fue sancionada por Pío VII (1.814) pero no todo resultaría fácil. El afianzamiento y la difusión fueron dificultados por las persecuciones en muchos países.
La Compañía de Jesús, cuenta con veintisiete Santos (trece de los cuales fueron mártires) y ciento cuarenta y dos beatos (ciento treinta y ocho mártires). Esta es la historia, en líneas generales, de la Compañía de Jesús. Pero, quedó un punto importantísimo que no puede, ni debe, obviarse: la personalidad de su Fundador, san Ignacio de Loyola.
San Ignacio era vasco de familia acomodada cuyo verdadero nombre era el de Íñigo López de Recalde. No parece estar muy claro si nació en 1.491 o 1.495.
En el año 1.521, ya se encontraba mandando soldados, defendiendo la fortaleza de Pamplona, contra los ataques franceses. Allí resultó herido en una pierna y hubo de ser llevado a su casa de Loyola. Durante el tiempo que tardó en restablecerse de la herida recibida, Íñigo quiso leer libros de caballerías, pero como no los había en la casa, recurrió a unas «Vidas de Santos» y una «Vida de Cristo» de Ludolfo de Sajonia, más conocido como «el Cartujo». Dichas lecturas influyeron decisivamente en el ánimo del futuro santo. Abandonando su casa de Loyola, Íñigo, marchó como peregrino al Santuario de Monserrat, en Barcelona, como una primera etapa para ir a Tierra Santa. Después se retiró a la vecina localidad de Manresa e hizo penitencia en una cueva, cerca del río. Y allí fue donde Dios se comunicó con él, «como un maestro enseña a su discípulo». Sentado en la orilla del río Cardoner tuvo la premonición de lo que iba a ser su vida de allí en adelante.
Íñigo permaneció un año en Manresa y allí escribió sus «Ejercicios». Parece ser que el origen de este extraordinario librito es algo oscuro. En el vecino Monasterio de Monserrat, existía la costumbre de preparar, a los que deseaban comulgar, haciéndoles realizar ejercicios según el plan del abad García de Cisneros. En Manresa, Íñigo había despertado cierta curiosidad y algunos ciudadanos se honraban proveyéndole de lo necesario. Íñigo, por su parte, en su deseo de ayudarles espiritualmente y dirigirles en sus devociones, redactó los «Ejercicios». Íñigo, posiblemente, ya llevaba en su mente la creación de la Compañía de Jesús. Pero hay que admirarse con qué prudencia y cautela obró, hasta cerciorarse de su auténtica vocación. En vez de permanecer en la cueva haciendo vida de ermitaño, marchó a Tierra Santa. Este viaje le hizo comprender que el mundo se perdía por la ignorancia. Había, pues, que estudiar.
Pasó a Alcalá y Salamanca. Sus pobres ropas, su deseo de hacer prosélitos y sus devociones, alarmaron a los agentes de la Inquisición que, por dos veces, lo encarcelaron. Después de seis años de preparación en España, Ignacio marchó a París. Después, viajó a Inglaterra y Holanda. Tardó casi seis años en encontrar nueve amigos que pensaran como él. El día de la Asunción de la Virgen del año 1.534, juraron los votos de la nueva Orden en la cripta de la pequeña iglesia de Montmartre. Sólo uno, Imabro, era sacerdote y dijo la misa en aquella ocasión. Los otros eran doctores en teología y estaban preparándose para el apostolado intelectual.
Había nacido la Compañía de Jesús. Los diez compañeros marcharon a Italia para predicar y hacer obras de misericordia. Pronto llamaron la atención de la curia romana. Uno tras otro, los Papas fueron aprobando las constituciones de la Compañía con las reformas que San Ignacio fue introduciendo en ellas. El resultado fue la creación de una milicia puesta al servicio del Pontificado.
La Compañía de Jesús no tiene una Orden gemela de mujeres. En el año 1.546, tres catalanas que habían ayudado a Ignacio, durante sus estudios en París, con envíos de dinero fueron a Roma y consiguieron sus propósitos de que el Papa les autorizara la formación de otra milicia femenina. El padre Rivadeneyra dice al respecto: «es cosa de espanto recordar, en aquellos pocos días que duró, cuánta fue la ocupación y molestia que le dió (a San Ignacio) el gobierno de tres solas mujeres. Y así dió luego cuenta al Sumo Pontífice del grave estorbo que sería aquella carga para la Compañía». El Papa, pues, procedió a abolir la milicia de mujeres.
La Iglesia les debe mucho a los jesuítas. Ellos, aun quizás sin saberlo, representaron el espíritu del Renacimiento dentro de la Iglesia. Al fraile medieval que quemaba herejes, muchas veces analfabetos, le sucedió el «caballero» jesuíta, limpio, educado, de modales corteses, pretendiendo ganar las almas mediante el convencimiento y jamás por la fuerza utilizando la violencia física. San Ignacio así lo quiso: no asustar jamás al pecador con una visión desconsoladora. Los jesuítas, enseñando, escribiendo o visitando, con sus maneras cultas, conducían a los hombres a creer y obedecer que es, en definitiva, la misión universal de la Iglesia.