Historia de la Heráldica y de la Genealogía
«Yo, Gonzalo Ximénez de Quesada, Adelantado de este nuevo Reyno de Granada digo: que ya se sabe así por la notoriedad del hecho, como por las crónicas españolas que tratan de este Nuevo Mundo de Indias, como yo, como capitán de esta hazaña, descubrí, conquisté y poblé, este Nuevo Reyno de Granada, saliendo de la costa del mar del Norte a este descubrimiento, con seiscientos hombres, cuyos trabajos en descubrimiento nunca otra cosa semejante se vio en las Indias, ni aún se espera que se verá…»
Pero, para escribir esto, Gonzalo Jiménez de Quesada tuvo que pasar antes por vicisitudes y peligros que entendemos interesante destacar.
Por su esfuerzo ganó sus armas: El escudo que le concedió el Rey Felipe II, en mayo de 1.546, cuando firmando «Yo, el Rey», escribió: «…y porque de vos y de ellos quedase perpetua memoria, nos mandásemos dar por armas un escudo hecho dos partes: que en la primera parte de arriba esté un león de oro en campo colorado, con una espada desnuda en la mano, en memoria del ánimo y esfuerzo que tuvisteis en subir por el dicho río arriba con tanto trabajo a descubrir é ganar el dicho nuevo reino, y en el otro, cuando esté, una montaña de su color, sobre unas aguas de mar azules y blancas, en memoria de las minas de esmeraldas que vos descubristeis en el dicho nuevo mundo, é que al pie de dicha montaña y en lo alto de ella, estén unos árboles verdes en campo de oro, y por orla cuatro soles de oro en campo azul y cuatro lunas de plata en campo colorado, y por timbre un yelmo cerrado con su rollo retorcido de azul y oro, e por divisa un león de oro con una espada desnuda en la mano, e unas alas de águila negra que salgan del yelmo, con sus trascoles e dependencia, e follajes de oro e azul, o como la vuestra merced fuese.»
¿Qué hizo Jiménez de Quesada para merecer el honor que le otorgó el rey Felipe II? Quesada nació en Córdoba o en Granada, no se sabe muy bien. Poco importa. En Granada asistiendo a un jurista que estaba a las órdenes de su padre que era Juez de moriscos. Un día, atraído por las noticias que llegaban del Nuevo Mundo solicita y obtiene el cargo de Justicia Mayor en la expedición que, bajo el mando de don Pedro Fernández de Lugo, va a zarpar hacia el continente recién descubierto. Van mil quinientos peones, doscientos jinetes, caballos, alimentos… Son dieciocho los barcos que se alejan de Sanlúcar de Barrameda.
Ya está Jiménez de Quesada en las Indias, en la población de Santa María. Las cosas no van demasiado bien. Las enfermedades se han llevado a no pocos españoles. Un fraile se sienta y escribe al rey Felipe: «No hay necesidad de abrir la puerta a que más cristiano vengan. Antes hay necesidad de sacar a muchos de los que hay, porque ellos están perdidos y mueren de hambre y así, para sustentarse roban la hacienda y comida de los indios y así, ellos como los indios, padecen hambre».
Queda un territorio por descubrir. El que está arriba, remontando el río Magdalena. Jiménez de Quesada, convence a su jefe, Lugo, para que le dé el mando de un expedición que explore toda aquella parte de tierra. Lo consigue y al mando de setecientos cincuenta hombres abandona Santa Marta, en busca de los reinos y las riquezas del interior. El río Magdalena le facilitará la ruta. Quinientos soldados marcharán con Quesada por tierra; el resto lo hará en bergantines que remontaran el cauce fluvial llevando la impedimenta. Pero una tempestad sorprendió a los barcos hundió a todos menos a dos. En el lugar convenido, Quesada que los espera, los ve llegar. Su gente está diezmada y enferma. No importa: los que quedan continúan su avance tierra adentro. Poco a poco, la columna se va reduciendo hasta que sólo quedan doscientos hombres. Se pasa hambre. Comen raíces, sapos, los cuerpos de los caballos que van muriendo…
Son atacados por los indios. De nada valen los mensajes de paz que Quesada les envía. Al fin llegan a Tonja. Y lo que sigue se basa en la requisa de tesoros que el mismo Quesada cuenta en su «Compendio», cuando escribe: «Era de ver sacar cargas de oro a los cristianos en las espaldas, llevando también la cristiandad a las espaldas…»
Jiménez de Quesada piensa regresar a España para dar cuenta, al rey, de sus hechos. Pero unas y otras cosas lo van reteniendo. Prepara una nueva expedición río Magdalena arriba; allá va y descubre, que al otro lado del cauce fluvial se alzan unas elevadas montañas nevadas. Envía una expedición al mando de su hermano Hernán Pérez. No pueden llegar, se encuentran con otra expedición de españoles al mando de Sebastián de Belalcázar. Vienen de fundar Quito. Se reune con Jiménez de Quesada y le da cuenta de la muerte de Pedro Fernández de Lugo. Llega después el alemán Federmán, con una tropa de hombres que más parecen espectros. Los tres conquistadores se reunen y Quesada, decide fundar una ciudad. Al principio sólo son doce casuchas de paja, en memoria de los Apóstoles. Luego, elevan una humilde iglesia. El 6 de marzo de 1.538, con toda solemnidad se dice la primera misa, en Santa Fe de Bogotá, del Nuevo Reino de Granada.
Regresa Quesada a España y se encuentra con que el hijo de Fernández de Lugo se le ha adelantado y ha conseguido la gobernación de Nueva Granada por dos generaciones. A pesar de ello, Quesada, no descansó hasta que Lugo le vendió sus derechos. Pero fue su ruina, porque el Comendador Mayor, Francisco de las Casas, desaprobó el negocio y Carlos I, confirmó los derechos de Lugo, de modo que Jiménez de Quesada se quedó sin gobernación y sin dinero.
Regresó a América y esta vez también él se sintió subyugado por la leyenda de «El Dorado». Esta leyenda surgió después de la conquista del Perú. Allí, a orillas de la laguna de Guatavitá, se contaba que un príncipe indio, había castigado cruelmente a su esposa por serle infiel y que esta, enloquecida, se había arrojado con su hijita a las aguas de la laguna. El jefe indio lleno de dolor y arrepentimiento, recurrió a los brujos quien le hicieron creer que su esposa seguía viva y moraba en un palacio situado en el fondo de la laguna.
Para contentarla y desagraviarla, le dijeron que, debía hacerle ofrendas de oro. Y así, todos los años, el principe, subía en una canoa conducida por cuatro caciques completamente desnudos. El príncipe se desvestía totalmente y su cuerpo era embadurnado con una tierra grasosa sobre la cual se espolvoreaba oro «de tal manera que fuese enteramente cubierto por este metal.» A sus pies, yacía un montón de riquezas que arrojaría a la laguna una vez estuviera en su centro. Lo del castigo a la esposa infiel, parece ser que era cierto: todo lo demás, una fantasía pero lo suficiente, para animar a unos hombres enloquecidos por la sed del oro. Pero El Dorado se escapa, siempre. Nadie sabe donde está: en pos de esta quimera parte Gonzalo Jiménez de Quesada. No consigue encontrarlo.
Regresa a España y vagabundea por Francia e Italia. Por fin, logra del Emperador, Carlos I, el mariscalato de Nueva Granada con una renta de cinco mil ducados.
En 1.550, se encuentra de nuevo en Santa Fe de Bogotá. Ya cuenta setenta años y la leyenda de El Dorado sigue obsesionándole. Pero otros hombres dirigen las tierras americanas y para ellos, Quesada, es casi un desconocido y por eso nada tiene de extraño que el licenciado Montaño lo destierre de Santa Fe. ¿Qué ha conseguido después de tanto bregar? Descubridor, conquistador, fundador… y sin embargo, se ve postergado en el gobierno de las tierras que él descubriera. Total: nada. Arruinado y pobre, ha regresado a América a cosechar quimeras.
Se refugia en el pasado y escribe sobre sus amigos de los que dice: «unos están muertos y estos son los más». Quesada, en su casona de Santa Fe sigue soñando con El Dorado. Le llega una noticia de Venezuela: El loco Lope de Aguirre, ha sucumbido en su desesperada búsqueda del mítico rey cubierto de oro.
Quesada se decide a emprender otra vez la búsqueda. Llevará medio millar de hombres y se compromete a ir fundando ciudades a cambio de la autorización que le concede la Audiencia. Recibirá el título de Marqués para él y sus hijos. Llanuras. Indios. Fiebres… La columna es esquilmada, hombres famélicos, caballos que mueren… y un jefe terco, continúa avanzando.
Al cabo de tres años de insensata búsqueda, este es el balance de la aventura: de mil trescientos hombres blancos, tan sólo regresan sesenta y cuatro; de los mil quinientos indios porteadores, vuelven cuatro y de los mil cien caballos, quedan vivos dieciocho. Total: doscientos mil pesos oro de pérdidas.
Ni aun así se desanima el viejo mariscal. Sueña con otra expedición grandiosa. En su mente se forma la columna y en ellas van sus viejos amigos y compañeros, ya muertos. Y así, sale de Mariquita, (Tolima), para entrar en la Eternidad el mismo día: 19 de febrero de 1.579.
Gonzalo Jiménez de Quesada queda, para todos los efectos, como lo que fue: el padre de la Nación Colombiana.
Armas de Jiménez de Quesada.
La gesta épica de Gonzalo Jiménez de Quesada, en sus expediciones de descubrimiento y en su gran labor fundacional, no queda empañada por su obsesión de descubrir la mítica fábula de «El Dorado».