La Orden Agustiniana
Dios escribe derecho con renglones torcidos». Posiblemente, jamás podría afirmarse esto con mayor razón que referido a San Agustín fundador de la Orden Agustiniana, que comenzó un tanto torcido en sus dudas y vacilaciones, incluido el maniqueismo. para terminar tan derecho que su vida y sus obras le merecieron ser elevado a la santidad. Comencemos por el final. Muerto San Agustín su cuerpo fue enterrado en la iglesia de San Esteban de Hipona, donde permaneció hasta finales del siglo VII. Pero, invadido el Norte de África por los musulmanes, los cristiano, que huyeron se llevaron con ellos las reliquias del santo de su devoción trasladándolas a Cagliari en Cerdeña, donde se veneraron probablemente en la iglesia de San Saturnino. Pero esta tranquilidad fue momentánea. Los musulmanes pasaron el mar, invadieron la isla, y las reliquias de San Agustín quedaron en su poder.Solo existía una forma de rescatarlas: tentar la codicia de los sarracenos, mediante la compra de los preciosos restos y esto fue lo que hizo el rey Liutprando, pagando por ellas la suma de setenta mil ducados de oro. Las reliquias llegaron a Génova desde donde fueron trasladadas a Pavía donde los restos fueron colocados en la Cripta de la Real Basílica de San Pedro in Coelo Aureo. Siguiendo con la tradición, se dice que al ser colocados en su lugar se vio brotar una fuente milagrosa que devolvía la salud a los enfermos. Todo esto sucedía en el año 725. Se tomó una precaución: para que las reliquias no desaparecieran en tiempos de guerra fueron escondidas en la cripta. Fueron descubiertas, casualmente, en el año 1.695 casi un siglo después. En 1.743 ya estaba terminado el mausoleo que los Padres Agustinos habían comenzado en el siglo XIV. A él fueron trasladados los restos de San Agustín.
Hacia 1.790, la Orden Agustina fue despojada de su iglesia, llevando el cuerpo de su fundador a la Iglesia de Jesús. Llegó después un tiempo calamitoso para los agustinos, su Orden fue abolida y los restos de San Agustín fueron llevados, a la catedral. Allí permanecieron algún tiempo un tanto olvidados hasta que fueron expuestos a la veneración de los fieles. En el año 1.900 el Papa León XIII devolvió la Basílica de Pavía a la Orden Agustina y los restos de San Agustín fueron trasladados a ella. San Agustín dejó escrita una Regla para sus monjes, copiando los sentimientos de su espíritu y de su corazón. A su muerte se la dejó en testamento como su mejor tesoro. Y que lo es, lo demuestran las muchas comunidades que, esparcidas por el mundo, se alimentan de ella: Padres Agustinos, Dominicos, Jerónimos Premostatenses, Trinitarios, Servitas, etc. Agustín era africano, nacido en Tagaste, en el año 354, una pequeña ciudad romana en lo que hoy es Argelia. Sin que recibiera el bautismo fue educado por su madre, Santa Mónica, en la religion cristiana, que posteriormente abandonó hasta el momento de su conversión. El ansia de hallar la verdad y quizás influenciado por la lectura del «Hortensius» de Cicerón, pasó a la práctica de la religión maniquea. Años más tarde abandonó la secta maniquea para ir a residir a Roma y Milán. En el año 386 se retiró a Cassiciaco lugar donde escribió sus primeras obras. Recibido al bautismo y de vuelta a la religión cristiana, es ordenado sacerdote para, años más tarde ser consagrado como Obispo de Hipona. Murió durante el asedio del ejército vándalo a Hipona.
De sus padres cabe decir que en tanto su madre era mujer virtuosa y de pacífico temperamento, su padre, Patricio, poseía un carácter más bien irascible, siendo un modesto propietario que soñaba para su hijo un brillante porvenir. Pero sus recursos eran modestos, de modo que el futuro Santo tuvo que interrumpir sus estudios a los dieciseis años. San Agustín diría más tarde: «Hacía pequeños hurtos a la mesa y despensa de mis padres para dar de comer a los niños que, más humildes que yo jugaban conmigo». Existe la época de su estancia en Cartago donde no se recata en explicar que para él lo más atractivo y feliz era amar y ser amado, pero que gozaba no solamente con la amistad, sino también con la concupiscencia. Fue en Cartago donde pudo reanudar sus estudios, y donde se unió a una mujer y como él dice: «No en legítima unión, sino en relación de concubinato». Pasa después a Milán convertido ya en catedrático de retórica. Y cuando llega su conversión, el joven Agustín se da cuenta de sus errores pasados y ya sólo mira hacia el futuro: el cristianismo que ya siente como la fuerza verdadera, ya sabe que Dios es la substancia espiritual que todo lo trasciende y todo lo domina, sin mezclarse con la materia ni con las cosas.
Demos un salto en el tiempo y tomemos a Agustín cuando abandona Italia y regresa a la tierra que lo vio nacer. Ahora ya lo hace con una idea fija: La de comenzar una vida de comunidad, una vida sencilla, apartada del tráfago humano, dedicarse al conocimiento de la sabiduría que da el conocer a Dios y a uno mismo. En Tagaste, vende los terrenos que había heredado de su padre y el dinero que le dan por ellos lo distribuye entre los pobres. Funda el primer monasterio agustiniano: al principio, el número de discípulos es pequeño. Su ideal de vida es la contemplación, y por eso que la jornada en el Monasterio de Tagaste, primero de los que después se convertiría en la Orden Agustiniana, es la oración, la conversación y el estudio. Así, en Tagaste, el ideal monástico está perfilado en sus líneas generales.
El Fundador de los Agustinos, tiene como base para su Comunidad un pasaje del «Libro de los Apóstoles»: «La multitud de creyentes poseéla un solo corazón y un alma única, y todo era común entre ellos». La amistad llevada hasta sus más extremados límites la fraternidad, es la esencia de la vida agustiniana. Sus monjes han de vivir en extremada pobreza, alternando el trabajo con el estudio y guardando la debida armonía con la vida contemplativa y la oración. Si se leen las obras de San Agustín se verá que las palabras que con más frecuencia aparecen en ellas son amor y caridad. Y de ahí que se llegue a su célebre sentencia: «Ama y haz lo que quieras porque nada de lo que hagas por amor será pecado». San Agustín escribió nada menos que ciento trece obras y esto lo hizo en medio de trabajos y obligaciones de su cargo como Obispo de Hipona. La figura de San Agustín es tan gigantesca que hasta una figura de la teología protestante como es Harnack, escribe de él: «¿Dónde encontrar en toda la historia eclesiástica de Occidente un hombre de influencia comparable a la de San Agustín?.
Después de San Pablo, ocupa el primer lugar de la Iglesia. Nadie, ciertamente le puede igualar ni en ciencia ni en talento». La ciudad de Hipona fue sitiada por los vándalos. La catástrofe se abatió sobre la ciudad. San Agustín, ya anciano, sintiéndose próximo a la muerte, no podía ofrecer otra cosa que la fuerza de sus oraciones y sus palabras: «Todos vosotros gritáis desesperados. Pero escuchadme bien; el cielo y la tierra pasarán pero la palabra de Dios no pasará. Tiempos terribles y difíciles, afirman los hombres. Pero el tiempo lo hacemos nosotros. Como nosotros seamos y nos comportemos, así será nuestro tiempo. Los bárbaros podrán quitárnoslo todo, pero nunca nos arrebatarán lo que Cristo guarda y nos ofrece».
En la noche del 28 al 29 de agosto del año 430, el inmenso corazón de esta figura gigantesca no sólo de la Iglesia, sino de toda la Humanidad, dejó de latir. Al carecer de bienes, no hizo testamento, pero -escribe Posidio- dejó a la Iglesia numerosos sacerdotes y Monasterios donde se practicaba la continencia y la abstinencia.