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Tenerife

Escudo de Tenerife

Escudo eclesiástico de oro un Cruz de Santiago cargada con una cruz latina de sinople, acompañada de tres cabezas de león, de sable. Bordura componada de fajas ondeadas de azur y plata con anclas y castillos, de plata.

Heráldica Geográfica

Las armas de Tenerife

Tenerife abarca no sólo la isla de su nombre, sino también las otras islas de La Palma, Gomera e Hierro. En lo que se refiere al pasado de Tenerife, existen diferencias muy substanciales entre esta provincia y la de Las Palmas. Mientras que, en esta última, la organización estaba constituida por un rudimento de Estado con un rey o «guanarteme» y sus subordinados locales, en Tenerife existían numerosos cantones o bandos, cada uno con su «mencey» o jefe independiente.

Habrá que decir que Tenerife fue la que más resistió a la conquista castellana: En la historia de las Islas Canarias, hay que remontarse a principios del siglo XVI cuando el marino genovés Lancelloto Alocello arribó a las islas y se estableció en la que de él ha tomado el nombre (Lanzarote), construyendo en ella un castillo.

Pero las primeras noticias que nos llegan sobre los aborígenes se deben a un viaje portugués, capitaneado por el genovés Niccoloso de Recco, en el año 1.341.

Las siete islas se hallaban habitadas, pero sin comunicación alguna entre ellas, hecho que debía ser ya antiguo y la causa fundamental de sus diversas formas culturales.

Posiblemente, otro motivo de esta diversidad podría ser la pluralidad de aportes humanos y complejos culturales que en determinadas épocas arribaron a las islas, sin arraigarse en ellas.

La presencia cristiana en el siglo XVI, sacó a la islas de su aislamiento, pero significó su destrucción violenta. En este siglo, aparte de los dos viajes ya mencionados, el contacto con las Canarias se mantuvo casi exclusivamente por los comerciantes andaluces y también por catalanoaragoneses.

Después de unos primeros viajes en el año 1.342, el Papa Clemente V, creó el Obispado de Teide. Se tienen noticias posteriores de estos obispos, todavía no residentes, y de frailes catalanes, un grupo de los cuales alcanzó el martirio en Gran Canaria hacia el año 1.392. Pero a fines del siglo XVI, se incrementaron las visitas de los armadores andaluces, con preferencia sevillanos, que frecuentaban las islas en busca de mercancías y, hay que decirlo, también en busca de cautivos para someterlos a la esclavitud.

Pero no hay que cargar demasiado las tintas sobre los armadores sevillanos. Lo mismo hacían los catalanes. Ninguno de estos corsarios tenía la menor intención de proceder a una colonización de las islas. El propósito de un establecimiento permanente aparece con Jean de Bethancourt, un gran señor normando que, en 1.402, por adversidades en la guerra de los Cien Años que asolaba su país, optó por ausentarse.

Este noble francés se asoció con el aventurero Gadifer de La Salle y los dos trataron de llevar a efecto la conquista de las islas con sus propios medios.

Trajeron un gran número de hombres de armas y, naturalmente, consiguieron dominar Lanzarote.

Bethancourt solicitó el apoyo papal para su empresa y como el pontifice se demoraba, entró en tratos con el rey Enrique de Castilla, solicitando su protección a cambio de la soberanía castellana.

Luego redujeron Fuerteventura, pero acabaron riñendo, siendo expulsado La Salle que fue el verdadero autor de la conquista. Un intento de dominar la isla de Gran Canaria acabó en desastre y Bethancourt tuvo que contentarse con añadir la isla de Hierro a sus dominios.

Regresó a Francia y dejó como regente a su sobrino Maciot. Pero los armadores sevillanos que no habían visto muy complacidos su suplantación por los franceses, tornaron a piratear en las islas hasta conseguir reducir a Maciot en Lanzarote.

Este, en el año 1.448, vendió sus derechos al infante Enrique de Portugal, que ya había puesto pie en la Gomera, pero por poco tiempo porque los colonos expulsaron a los portugueses.

En esta isla de la Gomera se estableció sólidamente Fernán Peraza, que levantó una torre y se tituló Señor de todas las islas.

El matrimonio formado por Inés Peraza, heredera de Fernán y Diego de Herrera, trató de conquistar las islas mayores, hasta entonces sólo asaltadas en busca de esclavos. No lo consiguieron y a estas alturas fue cuando los Reyes Católicos decidieron tomar por su cuenta aquél asunto.

Estos monarcas consiguieron la renuncia de Herrera y su mujer y en 1.478, se inició la empresa de la Gran Canaria. Fue una campaña larga y muy dura, en la cual perdieron la vida valiosos capitanes castellanos.

Pedro de Vera alcanzó, al fin la victoria, en 1.484, con la expulsión de todos los guerreros canarios, salvo un grupo que con el «guanarteme» Semidán, bautizado como Fernando, se había unido a los conquistadores.

Los Reyes Católicos encargaron la conquista de las restantes islas a Alonso Fernández de Lugo. La conquista de la Palma fue fácil pues los principales cantones se habían sometido ya pacíficamente. Pero quedaba Tenerife y allí las cosas no iban a ser tan sencillas.

En el año 1.494, desembarcó el ejército conquistador en Añazo, hoy Santa Cruz de Tenerife, para sufrir un estruendoso desastre en el barranco todavía conocido como La Matanza. Lugo consiguió salvarse y con el auxilio del Duque de Medinasidonia, se presentó de nuevo y obtuvo la victoria sobre Benitomo, «mencey» de Taoro y jefe de la Liga de los Guanches.

En los siglos siguientes, las islas se repartieron en Señoríos, bajo el dominio de los descendientes de Diego de Herrera, de los que los de Lanzarote alcanzaron el título de Marqueses y los de la Gomera, el de Condes.

Tenerife, en virtud de la capitulación con su conquistador, fue gobernada por éste y luego por su hijo Pedro, segundo Adelantado, aunque limitados sus poderes por Tenientes letrados enviados y aprobados por el Real Consejo, además de los correspondientes jueces de residencia.

Pero al ausentarse Pedro, en virtud de nombrarle conquistador de las Indias, Tenerife tuvo Gobernadores, luego titulados Corregidores cuando, a partir del año 1.589, fueron creados los Capitanes Generales de Canarias con título de Gobernador y presidente de la Real Audiencia, radicada en Gran Canaria.

Esta suprema autoridad castrense se trasladó a Santa Cruz de Tenerife en el siglo XVII y hay que decir que a menudo actuaron con gran arbitrariedad.

En lo que se refiere a la religión, esta se impuso en las islas por medio de la espada, en lugar de la palabra y que menudearon los conventos de agustinos y dominicos pero los más numerosos fueron los de los franciscanos, ya que la Santa Inquisición tuvo gran poder en el archipiélago.

Ya en el siglo XlX se creo otro Obispado con sede en La Laguna de Tenerife. En lo que se refiere concretamente a Tenerife ya ha quedado expuesto que esta isla se encontraba dividida en cantones tribales gobernados por los «menceys».

Su capital, Santa Cruz, se encuentra situada al pie de la cordillera Anaga descendiendo en un suave declive de la montaña hacia el mar.

Antes de la conquista, la población estaba habitada por pueblos guanches que la denominaban Añazo. Ya hemos citado a Alonso Fernández de Lugo como su conquistador, obrando por mandato de los Reyes Católicos.

En el siglo XVI se iniciaron la obras de fortificación de la plaza y se construyó el castillo de San Cristóbal.

En los años 1.657, 1.706 y 1.797, rechazó los ataques de la escuadra inglesa, dirigida en ese último año por el almirante Horacio Nelson.

El puerto de Santa Cruz de Tenerife adquirió gran importancia por su comercio con las Indias. En el año 1.859, se le concedió el título de ciudad y, desde el siglo XIX, el tema principal de la política local fue un continuo enfrentamiento con Las Palmas por la capitalidad del archipiélago. Fue un asunto que no se resolvió hasta el año 1.927 en que se optó por lo que, a primera vista, parece una solución salomónica. Dividir el archipiélago en dos provincias, concediendo a Santa Cruz de Tenerife la capitalidad de una, y a Las Palmas, la de la otra.

Pero ambas son una de las zonas más bellas del planeta.

El pueblo guanche, primitivos habitantes de las Islas Canarias, utilizaban cuevas como habitáculo y las mayores como lugares de culto o reunión, así como el famoso Cenobio de Valerón.